La Respuesta de Dios
Dios, en su amor y misericordia, trazó un plan desde antes de la fundación del mundo. Primeramente, Dios, a través de Israel, nos dio a conocer Su Ley, es decir, Su exigencia de justicia y santidad.
El por qué de la Ley de Dios
Para evitar la tentación de que el propio hombre se erija juez de sí mismo, con sus propios mandamientos y normas de conducta, Dios envió su Ley.
La Ley de Dios, expresada en el Decálogo y en el resto de leyes del Antiguo Pacto (Antiguo Testamento), nos da a conocer el grado de justicia y santidad que Dios exige de cada ser humano. En otras palabras, destruye todos los planteamientos de normativa humanos (aquello de: «Todos los caminos del hombre son limpios en su propia opinión» (Proverbios 16: 2). Por otra parte, nos da a conocer nuestra situación de condenados a causa de no vivir y no poder vivir en esa santidad exigida por un Dios Santo.
Así pues, la Ley de Dios nos revela el conocimiento del pecado. No nos salva, mas bien nos condena (Romanos 3: 19, 20). El conocimiento de la Ley nos revela cual es nuestra situación ante un Dios justo y santo: «…destituidos de la gloria de Dios» (Romanos 3:23).
Ahora ya entendemos lo que está escrito: «…por las obras de la Ley, ningún ser humano será justificado delante de El; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado« (Romanos 3: 20).
La Biblia declara que nadie puede cumplir enteramente con la Ley, por lo tanto nadie se puede llegar a autojustificar. Volviendo al ejemplo de la jarra, sería pretender limpiar esa enorme jarra de agua realmente sucia, añadiendo más agua. Hay que vaciar el agua sucia del vaso, y volverla a llenar de agua realmente limpia. Sólo Dios puede vaciarnos de toda maldad y volvemos a llenar con el Espíritu Santo.
La Ley de Dios, nos ayuda a entender nuestra condición de seres caídos, y de que por nosotros mismos no podemos levantarnos.
Las diversas religiones que existieron o existen, pretenden acercarnos a Dios. Son el fútil intento del hombre de alcanzar a Dios mediante esfuerzos y méritos humanos. Esto no es lo que Dios, al mostrarnos Su Ley, pretende. Por todo ello, las religiones no nos pueden ayudar, sino más bien estorbar a la hora de entender nuestra realidad espiritual.
Una vez habiendo entendido que nuestros esfuerzos en la carne para agradar a Dios son vanos, podremos mejor entender la tremenda importancia de la palabra SALVADOR.
¡¡Usted y yo necesitamos al Salvador!!
Aunque haya quien insista en decir que «hay muchos caminos para llegar a Dios», la realidad es que sólo hay un camino para llegar a Dios. Ese camino es la persona de Jesucristo, el cual dijo enfáticamente: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí« (Juan 14: 6). Jesús de Nazaret, el que nació virginalmente de María (Mt. 1: 18) por obra del Espíritu Santo, el único justo de los hombres, dijo:
«…si no creéis que Yo Soy, en vuestros pecados moriréis» (Juan 8: 24b).
¡Jesucristo es Dios; Él es el Gran YO SOY
A Jesucristo están sujetos los ángeles, las autoridades y las potestades. El tiene toda la autoridad en el universo (1 Pedro 3: 22). Ante su nombre, toda rodilla se doblará, en los cielos, en la tierra y debajo de la tierra, y toda boca confesará que El es el Señor, para gloria de Dios Padre (Filipenses 2: 10, 11).
¡En Jesús de Nazaret, podemos confiar!
La gran noticia es esta: «No que nosotros podamos alcanzar a Dios; sino que Dios nos alcanza a nosotros por medio de Jesucristo: Dios llega al hombre porque el hombre no puede llegar a Dios. Por eso, Jesucristo hombre es el único mediador entre Dios y los hombres (1 Tim. 2: 5, 6)».
«… la Ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y verdad vinieron por medio de Jesucristo» (Juan 1: 17). Así como previamente, Dios nos dio revelación del pecado a través de la Ley de Moisés, Dios mismo encarnándose en hombre, y por su obra perfecta y suficiente en la cruz, cumpliendo la Ley en Sí mismo, nos bendijo con la gracia obrando para salvación para cada uno de los que estamos dispuestos de verdad a creer y a recibir el beneficio de Su obra en esa cruz y Su resurrección de los muertos:
«...a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios» (Juan 1:12).
Este es el Evangelio de la gracia. ¡Salvación, vida eterna, restitución a la posición original cuando fuimos creados (cuando Cristo se manifieste – Col. 3: 4), vida en abundancia…y lo más maravilloso y bienaventurado de todo ello: ¡Ver a Dios! Esta es la promesa: «Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios« (Mateo 5:8). Por eso, de forma muy explícita, la Biblia resume: «Concluimos, pues, que el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley« (Romanos 3:28).
Recibiendo a Jesucristo en nuestro corazón, recibimos el cumplimiento perfecto de la Ley de Dios.
Jesús escogió hacerse hombre y morir por nosotros
Los primeros cristianos tenían fe en la Divinidad de Cristo. Esto es un mentís a quienes pretenden que el elemento cristológico se fue formando en los siete concilios posteriores al primero de Nicea (325). Eusebio de Cesarea, en el año 314 de nuestra era, once años antes del primer Concilio de Nicea, ya declaraba así: «Cristo es adorado como Dios por ser el Verbo Divino preexistente, anterior a todos los siglos, habiendo recibido del Padre el honor de ser objeto de veneración» (Historia Eclesiástica cap.3,v.19b). Esta fue la fe tradicional, bíblica, desde los días de los apóstoles hasta hoy (y será, porque Dios no cambia).
Declaraciones semejantes hallamos en los documentos más antiguos de los llamados padres pre-nicenos. Lo que los concilios post-nicenos hicieron en cuanto a la Persona de Jesucristo, fue ratificar lo anteriormente emitido por la Biblia y por los escritores anteriores, dándoles el rango de creencias o dogmas aprobados por los obispos cristianos, pero nada inventaron acerca de la Persona de Jesucristo que no estuviera declarado ya en los escritos apostólicos del Nuevo Testamento y en los documentos de los más antiguos autores cristianos que les siguieron.
Un ejemplo de ello lo tenemos en la persona de Ireneo, discípulo de Policarpo, el cual lo fue del apóstol San Juan. Este Ireneo en el siglo II, dice textualmente: «Dios se hizo hombre, y el mismo Señor nos salvó…» ¡El Rey del universo dejó su Majestad para convertirse en un hombre porque nos amaba!, pero, ¿por qué realmente decidió hacerlo?
Jesucristo es la obra de amor de Dios. El es la manifestación de la reconciliación entre Dios mismo y todos nosotros: «Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados…» (2 Corintios 5: 19)
Dios, porque nos ama, quiere salvarnos. El envió a Su Hijo Unigénito a morir, a derramar Su sangre justa por nosotros los injustos ¿Por qué?: Porque la paga del pecado es muerte… Alguien justo debía morir por los injustos (toda la humanidad). No habiendo nadie justo en la Tierra, el Hijo se hizo hombre. Ese era el plan de salvación que ya estaba previsto desde antes de la fundación del mundo, (1ª Pedro 1:20).
Jesús sí podía ser aquel cordero sin mancha ni defecto que se ofrecía en sacrificio cada día dos veces al día por los pecados de la nación de Israel (Éxodo 29: 38,39), aunque Este sólo debía darse a sí mismo una sola vez y para siempre por los pecados de toda la humanidad (He. 10:12). «Si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado« (1 Juan 1:7)
¿Por qué el derramamiento de sangre?, porque: «…sin derramamiento de sangre no se hace remisión« (Hebreos 9: 22). Cristo derramó su sangre cumpliendo así la exigencia de justicia de un Dios Justo: El resultado del pecado es la muerte.
Cuando el Juez se hace reo
De todos modos, fue el mismo Juez quien se hizo reo por nosotros, los reos. La condenación eterna es la separación eterna de Dios, fuente de vida. Es un sufrimiento y tormento tan grande que no se puede explicar con palabras y dura toda la eternidad. Cristo pagó el precio de nuestro rescate con Su sangre. Esa es la salvación. ¿Se entiende ya que no se puede conseguir esto con nuestros solos esfuerzos?
La salvación es un don gratuito. Un regalo.
En el plan de Dios para la redención del hombre estaba el que El mismo, en la Persona del Hijo, se hiciera hombre, con la diferencia de ser sin pecado. Jesús no participó de nuestra naturaleza caída, por eso el apóstol San Pablo en 1 de Corintios 15 le llama «el segundo Adán». Esa condición de pureza total le permitía ser nuestro substituto a la hora de morir por nosotros.
Para cumplir con la demanda de justicia de Dios, alguien tenía que morir. Para dar su vida por los demás, ese «alguien» no podía ser cualquier pecador, ya que todo pecador, por ley, debía morir a causa de sus propios pecados, por lo tanto, ese «alguien» debía ser sin pecado.
Todo pecador, por la Ley, debía morir a causa de sus propios pecados; por lo tanto ningún pecador podía morir por otro pecador; sólo Cristo, por no tener pecado, podía morir por todos nosotros, pecadores.
Ya en el Antiguo Testamento, una vez al año el sumo sacerdote sacrificaba un animal por los pecados del pueblo. Este animal era sin mancha ni defecto, simbolizando que el que iba a morir por la humanidad entera, también había de ser sin mancha:»Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el Justo por los injustos, para llevarnos a Dios» (1 Pedro 3: 18). El Justo era Cristo, los injustos, todos nosotros.
Jesús llegó a ser una ofrenda sin pecado, apta para ser recibida por Dios. El dio su vida y derramó su sangre una vez y para siempre (Hebreos 10: 12) para que todo el que cree en Él y confiesa que Él es el Señor de su vida, no muera como consecuencia de su pecado.
La mujer adúltera
Es interesante el pasaje de la mujer adúltera de Juan 8: 2-11. Cuando los fariseos buscaban ocasión contra Jesús para acusarle y tentarle, Jesús supo que responderles porque sabía quien era Él y a lo que había venido al mundo. Por justicia, aquella mujer sorprendida en adulterio debía morir según la Ley Mosaica. No obstante, ninguno de los allí presentes podía constituirse como juez y verdugo porque como les indicó el Señor: «Quien esté libre de pecado, que sea el primero en arrojar la piedra contra ella».
El único que tenía el derecho y la responsabilidad de hacerlo era el propio Jesús, porque era el único sin pecado de entre todos. Pero, ¿por qué no lo hizo si debiera haberlo hecho? ¿Por qué, dirigiéndose a la mujer adúltera, le dijo: «Yo no te condeno, vete y no peques más»? ¿Por una misericordia sin el respaldo de la justicia?
La respuesta es, porque en un poco de tiempo, el pago por el pecado de esa mujer lo iba a realizar Él mismo en la cruz del Calvario. Por eso dice la Biblia que la Ley se cumple en Jesucristo, en Jesucristo crucificado. Él cumplió toda la demanda de justicia de la Ley de Dios en la cruz del Calvario.
Cristo cumplió toda la demanda de justicia de la Ley de Dios en la cruz del Calvario. Recibiéndole, recibimos Su justicia.
Por todo ello, podemos dirigirnos con confianza a Dios para que, al igual que ocurrió con la mujer sorprendida en adulterio, acudamos a Dios con confianza de recibir Su perdón y salvación por los méritos de Su Hijo en la cruz. Por esa razón el apóstol San Pablo pudo escribir así a los Corintios: «Reconciliaos con Dios, al que no conoció pecado (Cristo), por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en Él« (2ª Corintios 5:20, 21).
¿Quién es hijo de Dios?
Hoy en día se oye por ahí que todos los hombres somos hijos de Dios. Sin embargo, eso no es cierto. Todos somos criaturas de Dios, pero no todos son hijos de Dios. El hijo de Dios lo es por adopción (Romanos 8:15). De no ser por Cristo, nadie podría ser hijo. Es por recibir a Cristo que somos constituidos hijos de Dios, sólo por eso (Juan 1:12; Romanos 8:14-17; Gálatas 4: 4-7).
La obra del Espíritu Santo
¿Quién limpia el corazón? ¿Nosotros?, acordémonos de la jarra de agua sucia, que cómo añadiendo más agua no se podía limpiar ¡Es el Espíritu Santo Quien nos regenera y nos limpia por creer en Jesucristo!:
«Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en El…» (Juan 7:37-39).
«Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con lo hombres, nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y la renovación del Espíritu Santo« (Tito 3: 4,5).
¿Como cristianos, deberíamos tener la seguridad de la salvación?
Cuando se pregunta a mucha gente que se dice creyente sobre la seguridad de su salvación, muchos contestan que no la tienen.
¿Deberíamos saber que somos salvos, si somos salvos? La respuesta es un rotundo: Sí. ¿Está eso en la Biblia?: Sí. Veamos, «El Espíritu (Santo) mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (Romanos 8:16).
Cuando Justino, antiguo filósofo pagano convertido a Cristo fue presentado ante el procónsul romano y pagano Rufus, éste le preguntó: «¿Supones que si te enviara a los leones o mandara cortar tu cabeza irías a un lugar donde serías honrado y recompensado?». La contestación de Justino fue tajante: «No lo supongo. Lo sé, y estoy absolutamente seguro de ello».
Esta firmeza sin titubeos de aquellos primeros cristianos que vivieron más cerca de los orígenes del cristianismo ha de desafiar a muchos acerca de la fe ciertísima en la salvación que Cristo ha logrado para cada uno de los que creen de verdad en El. Esos primeros cristianos estaban seguros de su salvación porque creían en el Salvador.
Hoy en día, de igual manera, muchas personas en todo el mundo sabemos que somos salvos porque El nos salvó. ¿Y Vd.? El apóstol Pablo exclamó: «…yo sé a Quién he creído, y estoy seguro que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día« (2 Timoteo 1: 12).
¡Nacer de nuevo!
Cuando uno «nace de nuevo» (Juan 3:3), se cumplen estas palabras maravillosas:
«Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos:¡Abba, Padre! El Espíritu mismo (el Espíritu Santo), da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios« (Romanos 8:15, 16).
Así que, cuando uno es salvo, lo sabe (Romanos 8:16). ¿Tiene Vd. la libertad de llamar a Dios «Papaíto», que es lo que quiere decir «Abba»? La persona salva tiene esa libertad. Ésta, sólo la da Dios por Su Espíritu a aquel que cree.
Leemos en Efesios: «En Él (Cristo), también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria» (Efesios 1: 13, 14).
Dice la Biblia que la salvación es un don de Dios que se obtiene por pura gracia mediante la fe en Cristo Jesús a quien le acepta como único y suficiente Salvador personal: «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo Unigénito para que todo aquel que en El cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (Juan 3:16).
La verdad, en la Biblia
La Palabra de Dios nos enseña que recibimos la salvación por la fe en la obra de Cristo en la cruz. La Biblia sólo hace mención de que Jesús instituyó dos ordenanzas, para que fuesen practicadas por sus seguidores: El Bautismo y la Cena del Señor o Eucaristía. Ninguna de esas ordenanzas salvan por sí mismas ni tampoco son canales de salvación.
No es lo mismo ordenanza que sacramento. Una ordenanza es un mandato, y se realiza por obediencia, según vemos en la Palabra de Dios. En cambio, de un pretendido sacramento, se espera una gracia salvífica que no es real, ya que la salvación, tal como está escrito en la Palabra, es un don gratuito e inmerecido, un regalo, de parte de Dios para cada hombre y mujer que se arrepiente y cree en el Señor Jesús.
No nos salvamos por realizar actos preconcebidos, obedeciendo a leyes y mandamientos de hombres, que a imitación de la Ley del Antiguo Testamento, intentan, sin conseguirlo, aportar alguna gracia redentora. Del mismo modo, no nos salvamos por obedecer dogmas que nos ligan de por vida a una iglesia o institución determinada y consecuentemente, nos alejan de lo claramente expresado por el Señor en Su Palabra.
Antes obedeceremos lo que El dice. La Biblia es muy clara al respecto: «Porque por gracia sois salvos, por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe» (Efesios 2:8,9).
Analicemos estos dos versículos: «Porque por gracia sois salvos…»: La gracia de Dios es el poder de Dios manifestado por amor y como resultado de su misericordia a cada ser humano. Así que, somos salvos, es decir, rescatados de la perdición eterna, por el poder (dunamis) de Dios. La salvación es un acto de Dios.
«…por medio de la fe«: ¿Como recibimos el beneficio del poder de Dios para salvarnos? Respuesta: «a través de la fe».
«Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Romanos 5:1).
La fe es el canal por el cual recibimos la salvación que opera la gracia (poder + misericordia) de Dios.
«…y esto no de vosotros, pues es don de Dios«: Esta salvación no la podemos conseguir nosotros por esfuerzos propios o personales, es un regalo de Dios. Los regalos no se compran, se reciben. No hay que hacer nada para recibir un regalo, sólo recibirlo con gratitud. Así es la salvación, un regalo de Dios a todo aquel que cree.
«…no por obras, para que nadie se gloríe»: Si es por fe, ya no es por obras, ¿no es cierto?: «Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con lo hombres, nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y la renovación del Espíritu Santo» (Tito 3: 4,5).
«Concluimos, pues, que el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley» (Romanos 3: 28).
Gracias a la muerte de Jesús y al derramamiento de su sangre, nosotros somos o estamos:
- Perdonados (Efesios 1: 7)
- Con conciencias limpias (Hebreos 9: 14)
- Continuamente purificados de pecados si caminamos cubiertos por Su sangre (1Jn1:7)
- Hechos completamente justos ante los ojos de Dios (2 Corintios 5: 21)
- Hechos santos y apartados para Dios (Hebreos 10: 19)
- Aceptos para entrar en la presencia de Dios (Hebreos 10: 19)
- En victoria frente a las asechanzas del diablo (Apocalipsis 12: 11).
El carácter, el fruto y las obras
El carácter
Si Dios nos ha salvado, deberá verse esa salvación con una transformación creciente de nuestro carácter, al carácter de Jesús. Ese carácter en vía de transformación, demostrará nuestra conversión, ya que no lo producimos nosotros, sino que es el «fruto» del Espíritu Santo a través de nosotros.
La cuestión estriba en saber y entender que Dios está más interesado en lo que somos para Él, que en lo que podemos hacer para Él. Dios lo puede hacer todo Él mismo, pero decidió crearnos libres, para que libremente decidamos amarle y agradarle. Por eso:
¡Necesitamos la renovación del Espíritu Santo!
Dijo el apóstol Pablo a Tito, su discípulo: «Nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por el lavamiento de la regeneración y la renovación del Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador» (Tito 3: 5, 6)
El fruto
Así como nos arrepentimos de intención y de palabra, el verdadero arrepentimiento que nos lleva a conversión, se verá en nuestras acciones; y más aún, en nuestros frutos. En Lucas 3: 8, Juan el Bautista lo dejó muy claro a todos aquellos que deseaban ser bautizados:
«Haced frutos dignos de arrepentimiento«.
Igualmente Pablo, en Hechos 26: 20, dice que aquellos que se arrepienten, deben volverse a Dios haciendo obras dignas de arrepentimiento. Estas «obras dignas de arrepentimiento» es el fruto nuevo en la vida del convertido. Aquí está hablando de que ese arrepentimiento se ha de ver en un cambio real en la vida del creyente.
Un verdadero arrepentimiento será evidente en nuestro cambio de estilo de vida. Evidente como nos lo relata Hechos 19: 18-19,
«Muchos de los que habían creído venían, confesando y dando cuenta de sus hechos. Asimismo, muchos de los que habían practicado la magia, trajeron los libros y los quemaron delante de todos; hecha la cuenta de su precio, hallaron que era de cincuenta mil piezas de plata».
No sólo habían creído y confesado, sino que hicieron algo: Hicieron las «obras dignas de arrepentimiento» que mencionó el apóstol Pablo. Este es nuestro ejemplo a seguir.
Otro ejemplo a seguir nos viene también en la Biblia, en Lucas 19: 1-10. La historia de Zaqueo. El fruto de arrepentimiento fue evidente en la vida de Zaqueo (Lc. 19), ya que él restituyó todo lo que había estado estafando hasta cuatro veces, y además dio la mitad de sus posesiones a los pobres. Este tipo de obras, el fruto del arrepentimiento, garantiza y demuestra que ese arrepentimiento no ha sido una simple emoción pasajera, sino que ha sido auténtico, y nos permite tener una plenitud de vida nueva en Cristo.
Las obras
La religión enseña que las obras son indispensables para obtener la salvación. Sin embargo, para hacer las obras de Dios requerimos la gracia de Dios; y ninguna obra podrá ser agradable a Dios si no es hecha mediante Su dirección y Su gracia.
Esta conclusión es verdadera, vemos que la Biblia nos enseña que nuestras propias obras bien intencionadas por sí mismas no son agradables a Dios. Veámoslo de nuevo: «Si bien todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia; y caímos todos nosotros como la hoja, y nuestras maldades nos llevaron como viento» (Isaías 64: 6).
Si para obtener la salvación nos es indispensable hacer las obras de Dios, y para ello es indispensable Su gracia, ¿Cómo podemos tener Su gracia si no somos salvos? En otras palabras, si no somos salvos, Dios no nos da Su gracia para hacer Sus obras. La conclusión es sencilla: Cuando ya somos salvos, entonces obtenemos de Dios la gracia para hacer Sus obras. ¡Diáfano!
Llegados a este punto, me gustaría aclarar que las obras, aunque no nos salvan, sí manifiestan que esa fe de la que hacemos mención es auténtica. Las buenas obras según Dios, son el fruto y la manifestación de la salvación que hemos obtenido de Cristo Jesús.
Hacemos buenas obras no para ser salvos, sino porque somos salvos.
Por amor a El, y en obediencia a Sus preceptos hacemos lo que El ordena en Su Palabra. Todo verdadero cristiano manifestará obras. Las «obras que Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas» (Efesios 2:10). Estas son parte del plan de Dios para cada uno, porque el cristiano ya no se pertenece a sí mismo, sino que ha sido comprado por precio: La sangre de Cristo, y pertenece a El.
En Juan 14: 15, leemos «Si me amáis, guardar mis mandamientos«, y sus mandamientos, no son sólo el Decálogo, sino todo lo que está escrito en la Palabra de Dios. Guardar Sus mandamientos significa poner en práctica todo lo que El nos ha dicho.
El Espíritu Santo, nos guiará a esas obras, porque una vez convertidos a Cristo, deseamos hacer la voluntad de Cristo. El Espíritu Santo, obra en nosotros, y a través de nosotros, dándonos la gracia, las ganas, el sentir, la convicción, el deseo, las fuerzas, y todo lo necesario para hacer esas obras que le dan a Dios toda la gloria y alabanza.
Ahora bien, ningún mérito personal hay que buscar en esas obras. Jesús dijo algo muy interesante e importante que nos ayudará a no enorgullecernos de nada que hagamos para Dios, ni de creernos dignos o meritorios en este sentido:»Así vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos» (Lucas 17: 10).
Todo el mérito debe ser de Dios. Toda la gloria es para El. Así que, ningún mérito personal nos atribuiremos a esas obras preparadas de antemano por Dios. Es así de modo que se cumpla la palabra: «Porque de El, y por El, y para El, son todas las cosas. A El sea la gloria por los siglos. Amén« (Romanos 11:36).
Así pues, nadie puede ser santo a sus propias expensas, es Dios quien santifica. Las obras no nos salvan ni nos hacen santos y aceptos a Dios; sólo Cristo y el beneficio de Su obra en nosotros, nos salva, nos santifica y nos hace aceptos a Dios.
Fe y obras
Ya hemos visto que las obras de Dios son el fruto consecuente de una verdadera fe. Sin aquellas, vana es ésta. Inútil es ésta, o dicho de otro modo, esa pretendida fe sólo lo es superficialmente; quizás una fe intelectual, pero no una fe que haya sido dada por el Espíritu Santo, es decir, la fe salvífica dada al individuo por Dios.
Como explica Santiago en su Epístola, «la fe sin obras, es fe muerta« (Santiago 2:26), porque la verdadera fe se muestra por las obras según Dios. No se trata de obras piadosas, bien intencionadas, dirigidas por la voluntad humana tan sólo; fruto del esfuerzo humano personal. Se trata de aquellas obras inspiradas, fruto y guía del Espíritu Santo, cuyo ejemplo lo tenemos en la propia Palabra de Dios. El mismo Espíritu Santo, del cual nuestro cuerpo es templo (1ª Corintios 6:19,20), nos guía y guiará a ellas según la voluntad de Dios, no según nuestra propia voluntad.
El mismo apóstol Santiago nos dice con cierta ironía en su epístola: «Tu crees que Dios es uno; bien haces. También los demonios creen, y tiemblan» (Santiago 2:19).
Toda pretendida fe, debe ser probada por un fruto u obras que, o bien la confirmarán, o bien la negarán. El ejemplo de los demonios que creen en Dios es un buen ejemplo, porque los demonios saben que Dios existe, pero no le obedecen por amor, sino por obligación. Decir: «Yo creo que Dios existe» o «Yo creo en Dios», no implica necesariamente una fe viva y salvífica; los demonios también lo creen…¡y así les va! La diferencia estriba en, no en saber que Dios existe, sino en conocerle.
Conocer a Dios
El conocimiento personal de Dios, consecuencia de Su revelación al individuo, y la consiguiente relación personal entre Dios y el creyente, hacen la diferencia. He aquí un ejemplo:
Yo sé que hay un rey de España, Juan Carlos, pero no le conozco personalmente. Hay muchas y muchas personas en este país que saben que hay un Dios (muchas se definen como católicas), pero nunca han tenido un encuentro personal y real con Dios; están igual que yo respecto a Juan Carlos I. No basta con creer en la existencia de Dios, ¡hay que conocerle de forma personal, tener verdadero trato personal con El! Cuando se experimenta de forma real y personal el toque de Dios gracias a Cristo Jesús, la vida ya no puede Ser la misma que solía ser.
Dios quiere que le amemos de verdad.
En realidad todo lo que tiene que ver con la vida cristiana debe estar basado en el amor a Dios; amor que es auténtico, porque conocer a Dios, es amarle. Por eso, sólo podremos amar a nuestro Padre Celestial si le conocemos. Nadie puede amar a quien no conoce y Dios es Persona, por lo tanto debemos buscarle con todo nuestro corazón. El mandamiento principal es: «Amarás a Dios con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas». Conociendo a Dios se ama a Dios. Buscándole en Su Palabra y en oración se conoce a Dios, y como resultado lógico se le ama, porque conocerle es amarle.
La salvación se ha de manifestar
Dice la Biblia que el que es salvo por Cristo Jesús, lo es, en espera de que esa salvación se manifieste por completo, y así será, en el tiempo final. El apóstol Pedro así lo enseña:
«Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos, para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, que sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero» (1 Pedro 1: 3-5)
Ahora ya somos salvos, pero todavía no se ha manifestado esa salvación del todo, en el sentido de ser manifestados en gloria. Eso ocurrirá cuando Cristo Jesús se manifieste (ver 1 Ts. 4: 13-18)
«Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria» (Colosenses 3: 4)
Resumen
La salvación no es por méritos personales, sino por la fe (Romanos 5: 1). Es por gracia, por medio de la fe (Efesios 2: 8). La verdadera fe no consiste en repetir de carretilla el Credo, ni en aceptar intelectualmente tal o cual creencia, la fe que salva consiste en creer y recibir a Cristo (Juan 1: 12). Consiste en reconocer que Cristo Jesús es el Hijo de Dios, que vino al mundo para salvar a los pecadores, y que siendo yo un pecador, murió en la cruz por mí; es decir, en vez de mí.
Yo acepto como mío Su sacrificio, y reconociéndome pecador, me aplico a mí mismo el sacrificio que El hizo. Entonces Dios no me mira tal como soy, sino a través de Su Hijo amado; me ve como si yo fuera justo, aunque por mí mismo, no lo sea. Es decir, que aunque no soy justo, estoy justificado delante de Dios por medio de Cristo que sí es justo:
«Justificados pues por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Romanos 5:1).
Creer implica que uno se pone enteramente en las manos del Señor confiando absolutamente en El, aceptando como verdad lo que El nos ha dicho acerca de Dios, de la Vida eterna, de nosotros mismos, y obedeciendo los mandamientos que El nos ha dado y se encuentran en Su Palabra (Juan 15: 4).
Amado lector
Esta es una oración que puede dirigir al Señor para que le perdone sus pecados y le haga nacer de nuevo:
«Señor, me arrepiento de mis pecados; de mi vida egoísta y cómoda; te pido perdón por no haberte buscado con todo mi corazón y haberme conformado con una simple religiosidad. ¡Te entrego hoy mi vida!. Creo en Jesucristo, Tu Hijo, y conforme a tu Palabra, le recibo en mi vida como mi Salvador personal y mi Señor; y con Él, el Espíritu Santo y el don de la vida eterna. Gracias por tu amor y tu salvación; te amo, Padre. En el nombre de Jesús. Amén».
Habiendo hecho esta oración de corazón, tenga la seguridad de que Dios va a responder. El le ama y sólo quiere lo mejor para usted.
Espero que esta enseñanza, le pueda haber ayudado a acercarse más al verdadero Dios, dándole más luz.
Bendiciones.